Y aquí estamos...

Cuentos fantásticos, tal vez - más adelante - capítulos de una novela, poesías...
En fin, todo lo que pueda llevarnos a un mundo en el que la rutina no existe... y la realidad tampoco.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Un policial absurdo

No lo sabía, señor juez. Jamás imaginé que pudiera hacer semejante cosa. Un hombre grande, imagínese.
Recordar mi infancia es recordarlo a él. Tardes de calesita y copos de nieve, claro, y rodillas lastimadas y paragüitas de chocolate. Así que entiéndame, era mi modelo, mi medida para todas las cosas. Cómo iba yo a pensar... qué desilusión.
Y mi mujer era débil, una casquivana, de esas que venía pasando de mano en mano, y uno que es bobo, que cree, que confía en la palabra, que se pelea con los amigos por esa mina que lo cautivó con los ojos, con la boca, con las caderas... Porque yo seré cualquier cosa pero soy bien hombre, sí señor. Qué se piensa. Macho, dijo la partera cuando me vio. Sí, señor juez, disculpe. Vuelvo a la historia, a lo que venía diciendo. ¿Qué era? Ah, sí, claro.
Mi abuelo, todo un dechado de perfección, un modelo moral. Cuando se la presenté, no me imaginé... Setenta años, qué va a creer uno que todavía... Cuando lo comenzó a visitar, pensé que era de buena mina. Le llevaba comida, me decía, y yo le creía. Qué salame, por favor, pero qué iba a pensar.
Hasta que llegó ese maldito día en que se me dio por ir a buscarla y visitar de paso al viejito simpaticón. Yo sabía que el duplicado de la llave estaba siempre oculto en el frondoso potus de la entrada, así que lo tomé y entré. Empujé la puerta, sin hacer ruido, para darles la sorpresa de su vida. Vaya que se las di.
Hijos de puta, no le puedo decir en qué pose los agarré porque me da vergüenza ajena. Delante de las señoras, no puedo, cómo voy a describir semejante inmundicia. Pero sí, es esa que usted me indica con las manos. Gracias, señor juez. Bueno, en realidad ese dedo está mal. Era... eso, sí, usted me entiende.
Entonces, señor juez, usted sabe... Uno es médico, conoce las sustancias que no dejan rastro. Pero la desesperación fue más fuerte. Usé el bisturí que tengo encima para sacarme los callos. Sí, ese que tiene ahí, exhibido como prueba del delito. No me importó. A él tenía que cortársela, por supuesto. Y ella, bueno, se caracterizaba por su boca. Pero me acordé del chiste, el del sargento que pone una gillette a su hija ahí para ver quién del ejército terminaba lastimado. Y me inspiró.
Sí, por supuesto que me declaro culpable. Y no, no me arrepiento. El honor ante todo. Una pena que usted también la extrañe, señor juez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si leés y no comentás, vas a ver cómo esa bic que tenés en tu mano levanta vuelo y automáticamente se clava en tu ojo derecho.