Y aquí estamos...

Cuentos fantásticos, tal vez - más adelante - capítulos de una novela, poesías...
En fin, todo lo que pueda llevarnos a un mundo en el que la rutina no existe... y la realidad tampoco.

jueves, 15 de diciembre de 2016

La mariposa

¿Por qué entró esa mariposa?
Sí, ya sé, sos muy linda. Sí, tenés unos colores bellísimos.
Bueno, ahora que me hacés el honor de posarte, frágil, en mi brazo y me permitís contemplarte tan de cerca, veo que de veras tenés unos colores increíbles.
De hecho, no sólo son increíbles. Son indefinidos, indefinibles.
Ese azul verdoso, en particular. ¿Cómo lo lograste?
Ja, qué idiota soy, cómo te voy a preguntar semejante idiotez. Bah, si sos parte de la naturaleza, en realidad... Tal vez me puedo comunicar con vos. Quizá, si te miro muy fijamente y trato de transmitirte lo que pienso. Y te observo con más detenimiento... Y me concentro...
Y...
¿Qué me está pasando?
¿Dónde estoy?
Alguien, ayúdeme.
¿Por qué estoy acá?
¿Por qué ahora veo todo tan enorme? ¿Y como fragmentado?
No... No puede ser.
No, es una pesadilla. Sí, tiene que ser una pesadilla.
Porque el mundo no puede ser lo que veo, no. Hay muchos colores. Y no sólo eso.
Maldito azul verdoso.

Los otros y nosotros

Nunca lo hubiera pensado. Después de todo, uno trabaja todo lo que puede para llevarse el pan, vio, porque es necesario que la familia esté bien alimentada, el 15 de la nena, el viaje de egresados del pibe... Pero uno tiene derecho a viajar tranquilo, después de doce horas de encierro, en un tren en el que con suerte no tenés ningún codo en la cara. Y no quiere que lo jodan, qué tanto.
La cuestión es que estaba tranquilo, justo sentado en una esquinita semioscura, casi dormido, ensimismado en mis pre-sueños... cuando entraron esos. Sí, esos, los de gorrita, remera larga, cumbia a todo lo que da. La puta que los parió. Guardé el celular, me fijé que la mochila estuviera bien cerrada. Nada. A las cuatro estaciones se bajaron; no jodieron tanto, al fin y al cabo.
Pero no terminó ahí.
Después subió esa embarazada. Mierda, che. Nadie se levantó. Y a uno le enseñaron a ser caballero. Puta madre. Y sí, le cedí el asiento. Me dio pena la piba, pobre. Jovencita. Demasiado. Por suerte, se bajó rápido y recuperé mi lugar.
Lástima que ahí vino lo peor. Entraron cuatro boludos que no sabían ni hablar. Una papa en la boca tenían. Celulares enormes (no sé si son celulares o qué, ni me importa), pantalones ajustados, una música que era puro ruido, a los gritos, cero conciencia del espacio ajeno.
Y bueno, tuve que hacerlo. Primero se reían, pero cuando se dieron cuenta de que la cosa iba en serio, comenzaron a gritar. Me pegaron también. Me dijeron unas cosas extrañísimas, no sé si hablaban español o lo mezclaban con inglés o qué, no los entendí, no sé.
Me costó. Quedé todavía más cansado de lo que estaba cuando me subí al tren. Pero la gente me ayudó, no te creas.
También eran jóvenes. Lo único que me hace sentir un poco mal.
Pensar que lo único que quedó de ellos es este círculo de ceniza. 
Eso sí, mirá qué linda foto que me saqué. Con el celu del más alto, viste.

Otro crimen absurdo

Nunca se sabe para qué aprende uno algunas cosas. Qué sé yo, fui a ese lugar porque me amiga me dijo que esa mujer hacía cosas raras. Y bueno, vos sabés lo curiosa que soy.
Y sí, me enganché. La magia es atractiva. Poderosa. Instantánea. 
Y aprendí algunos trucos. Y lamentablemente los usé. Casi me vi obligada a hacerlo.
Pero no podía dejar todo así. No debía. Cuando uno hace algo mal, debería pagar por ello. Sí que es necesario, para no repetir el error, la maldad.
Entonces, se me ocurrió.
Un día de lluvia, de esos que no dan ni ganas de salir, estaba caminando, a pesar de todos mis instintos, para tomar un café antes de volver al laburo, cuando la vi. Una rata que se escondía por la alcantarilla. Recordé Macbeth y los conjuros de las tres hechiceras. Y mis trucos.
Pero una rata es difícil de eliminar. Algo más pequeño sería más apropiado.

Esa tarde esperé. Sabía a qué hora salían. Las esperé en una esquina. Recordé sus palabras falsas, sus insultos posteriores, su traición a una amistad de años. Y me preparé.
"Ahí están."

Fue cosa de segundos. No llegaron ni a cruzar la calle. Me miraron cuando me acerqué, impávidas. Bah, no pude verlas muy bien, en realidad, pero me imagino que deben haber intentado escapar. Ya era tarde.
Reí perversamente, y las pisé. Con fruición, con bronca. Con desprecio. Con ganas. Y las tiré por la alcantarilla.
Después de todo, quién se va a preocupar en el mundo por dos sucias cucarachas.

Un policial absurdo

No lo sabía, señor juez. Jamás imaginé que pudiera hacer semejante cosa. Un hombre grande, imagínese.
Recordar mi infancia es recordarlo a él. Tardes de calesita y copos de nieve, claro, y rodillas lastimadas y paragüitas de chocolate. Así que entiéndame, era mi modelo, mi medida para todas las cosas. Cómo iba yo a pensar... qué desilusión.
Y mi mujer era débil, una casquivana, de esas que venía pasando de mano en mano, y uno que es bobo, que cree, que confía en la palabra, que se pelea con los amigos por esa mina que lo cautivó con los ojos, con la boca, con las caderas... Porque yo seré cualquier cosa pero soy bien hombre, sí señor. Qué se piensa. Macho, dijo la partera cuando me vio. Sí, señor juez, disculpe. Vuelvo a la historia, a lo que venía diciendo. ¿Qué era? Ah, sí, claro.
Mi abuelo, todo un dechado de perfección, un modelo moral. Cuando se la presenté, no me imaginé... Setenta años, qué va a creer uno que todavía... Cuando lo comenzó a visitar, pensé que era de buena mina. Le llevaba comida, me decía, y yo le creía. Qué salame, por favor, pero qué iba a pensar.
Hasta que llegó ese maldito día en que se me dio por ir a buscarla y visitar de paso al viejito simpaticón. Yo sabía que el duplicado de la llave estaba siempre oculto en el frondoso potus de la entrada, así que lo tomé y entré. Empujé la puerta, sin hacer ruido, para darles la sorpresa de su vida. Vaya que se las di.
Hijos de puta, no le puedo decir en qué pose los agarré porque me da vergüenza ajena. Delante de las señoras, no puedo, cómo voy a describir semejante inmundicia. Pero sí, es esa que usted me indica con las manos. Gracias, señor juez. Bueno, en realidad ese dedo está mal. Era... eso, sí, usted me entiende.
Entonces, señor juez, usted sabe... Uno es médico, conoce las sustancias que no dejan rastro. Pero la desesperación fue más fuerte. Usé el bisturí que tengo encima para sacarme los callos. Sí, ese que tiene ahí, exhibido como prueba del delito. No me importó. A él tenía que cortársela, por supuesto. Y ella, bueno, se caracterizaba por su boca. Pero me acordé del chiste, el del sargento que pone una gillette a su hija ahí para ver quién del ejército terminaba lastimado. Y me inspiró.
Sí, por supuesto que me declaro culpable. Y no, no me arrepiento. El honor ante todo. Una pena que usted también la extrañe, señor juez.

Efecto espiral

Los pulgones estaban invadiendo mis plantas. Las cochinillas también.
Harta estaba de esas cosas blancas pegajosas y de esos bichitos minúsculos que arruinaban los tallos de mis bellos rosales. Y del jacarandá, y que terminaron matando mi violeta de los Alpes. Qué miércoles.
Como no funcionaba otra cosa, compré un insecticida, y luego otro. Y otro. Y otro más. Sin embargo, había un pensamiento que me molestaba y no llegaba a definir. Invadía mis momentos de fumigación, siempre, invariablemente. Y también siempre, invariablemente, lo callaba, lo tapaba, y seguía disparando el gatillo del insecticida.
Y cuando estaba ya a punto de matar, de acabar con lo poco que quedaba de esos malditos parásitos, me acordé de Matrix. De lo que le dice el señor Smith a Morfeo. Sí, eso, que somos parásitos, no mamíferos, que nos multiplicamos hasta agotar los recursos naturales y luego nos mudamos hasta agotar otros recursos naturales. Que el otro organismo que cumple con el mismo patrón  es el virus. Que somos una plaga. Y que los agentes son la única cura. Pero bueno, esa vez también ahogué ese pensamiento, inmersa en mi obligación, y gatillé igual.
Ahora es demasiado tarde.
Han venido. Están en todas partes. Sólo quedamos unos pocos, y sólo podremos alimentarnos de lo que nos quedó. De lo que nos dejaron. Insecticidas.

Retorno a Poltergeist

El hombre se para frente a la TV. No sabe por qué, pero no puede dejar de mirarla con sus ojos fríos. No la ve, por supuesto, sólo la mira. Más de cien canales, una barbaridad. Cómo no hacer zapping, una y otra vez, cada vez más rápido, cada vez más rápido. Incesantemente.
Deportes, cocina, cultura, películas, series, compras. Todo al alcance de la mano. Ahí, ahí mismo. Sólo tiene que extender la mano. Bah, ni siquiera, con mover un dedo alcanza.
En un momento, decide apagarlo, ya pasó muchas horas frente al aparato. Demasiadas. Y está muy cansado. Siente su cabeza caer, como un vértigo. Pero no puede tomar semejante determinación. No.
De hecho, no quiere.
Hasta que se da cuenta.
Claro.
Ya no está mirando la tele.
Está siendo mirado por otro sujeto. Otro hombre, también con ojos fríos.
Y grita de angustia cuando entiende que cada vez que el otro apague la televisión, se irá muriendo poco a poco, preso del frío y del vértigo.

miércoles, 8 de enero de 2014

Nueva forma

Lluvia verde,
mañana verde,
árboles verdes.
Incomprensión,
desprecio por el otro,
errores típicamente
HUMANOS.
Comunicación imposible,
opaca.
La lluvia cae
y limpia,
desborda,
cambia,
ruge.
Los árboles crecen
infinitamente,
desafiantemente.
Los marcianos huyen,
cristales anacrónicos,
telepatía inútil.
Los humanos
no comprenden,
no quieren comprender
que la violencia
es un sinsentido.
El fuego quema
una forma de vida,
y da vida a una nueva forma.
Que así sea.

Inspirado (obviamente) en Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury